El hilo de mapo

(Dedicado a Carlitos Martínez)

Soy un lacito blanco y limpio que adorna el árbol de la vida. Pero a pesar de la apariencia pulcra que ahora poseo, no da muestra de lo que yo era en el pasado.

Antes yo era un hilo de mapo. Sí; un feo, sucio y mugroso hilo de mapo. Mi vida en el mapo era apretada porque había muchos otros lacitos como yo en un espacio muy reducido. Todos estábamos atados a un palo y el palo era sostenido por una mano muy rígida e indescriptiblemente fea. Pero no solo la mano era horrible, sino todo aquel ser que manejaba el mapo. Nosotros, los hilitos, lo llamábamos el Trapeador.

La vida en el mapo era muy mala, el trapeador nos trataba sin misericordia. Unas veces nos metía en el agua y otras veces nos arrastraba por los rincones más sucios y mugrientos. También nos ponía el Sol hasta que nos secábamos y tostábamos. Como si eso fuera poco, nos exprimía hasta sacarnos todo el jugo. Al final del día nos arrojaba en cualquier sitio donde nos pisaban como si fuéramos una alfombra.

En el mapo los hilitos no podíamos vivir dignamente, ni siquiera se nos permitía soñar. Nuestro día era interminable. No había diferencia entre el día y la noche. Pero yo soñaba despierto; soñaba con ser un hilo diferente, un hilo que fuera querido, admirado y respetado. Un hilo con más esperanza que chupar agua sucia y ser arrastrado de un lado hacia otro.

Mi sueño se hizo realidad. Así fue que, un buen día, una mano tierna y cariñosa, pero muy firme, me tomó y me sacó del mapo. Me lavó con mucho cuidado y luego formó este lacito blanco que ahora soy. Luego me colocó en el Árbol de la Vida para servir de adorno y engalanarlo junto a otros lacitos blancos. Juntos nos vemos muy bellos y todos nos admiran.

“Y me hizo sacar del pozo de la desesperación del lodo cenagoso. Puso mis pies sobre peña y enderezó mis pasos. Puso luego en mi boca cántico, nueva alabanza a nuestro Dios”. (Salmos 40:2, 3a).

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