Desafiando lo imposible

Pasados los trámites iniciales del ingreso a la cárcel, mientras estaba en el área médica, la que los presos llaman “la pecera”, entramos en el proceso de exámenes médicos, entrevistas con trabajadores sociales, dentista y sicólogo. Yo tenía varios días con un resfriado y pensé que con tanto frío se pondría peor. Tenía dolor de cabeza y, cuando fui a que me sacaran muestras de sangre, se lo dije al médico; él le dijo a la enfermera que me diera un analgésico. Antes de una hora el dolor de cabeza se me había quitado.

Entre los reclusos había un muchacho que parecía loco; cada cosa que hacía o decía, causaba cierta incomodidad entre el resto de nosotros. Luego supe que estaba bajo los efectos de alguna substancia y por eso exageraba su comportamiento. Solo deseaba que no estuviera en el mismo módulo que me asignaran. Mi deseo no halló cumplimiento porque al segundo día de estar en el módulo, lo trajeron a él. Respiré con alivio porque, por lo menos, no iba a estar en la misma celda conmigo.

Mi compañero de celda era joven. Estaba ahí acusado de robo, porque un familiar suyo dejó un televisor en su casa y ese equipo era hurtado. Pues, en lo que se aclaraba el asunto, el chico tenía que estar ahí encerrado. Era conversador, cuando estaba despierto, pero dormía mucho por los medicamentos que estaba tomando. A pesar de todo, tomaba el asunto con mucha calma y se enfocaba más en el reencuentro con su esposa e hijo, cuando saliera de la cárcel.

Servían comida como para condenados a muerte; apenas había terminado el desayuno, ya estaban sirviendo el almuerzo y, mientras todavía estaba masticando el último bocado del almuerzo, ya estaban sirviendo la cena… Pensé, en esos días, que con tanto despilfarro, el gobierno sucumbiría financieramente más temprano que tarde; así lo expresé delante de un grupo de presos. Me preguntaron el porqué y les dije: “Tanta injusticia les tiene que explotar en la cara algún día; no creo que esto aguante diez años más”. Como soy de poco comer, le donaba la porción que no podía ingerir a un recluso de la celda contigua que estaba recién saliendo del uso de estupefacientes; ese tenía un apetito voraz que suplementaba perfectamente mi frugalidad.

Estuve comiendo durante cinco días con el mango del cepillo de dientes, porque no tenía cuchara. Tantas cucharas de plástico que boté a la basura mientras estaba en “la pecera” y ahora tenía que comer de esa manera. Al atardecer del quinto día, los presos que sirven la comida me habían conseguido una cuchara, al mismo tiempo que un recluso del módulo me había conseguido otra.

Odisea Maldita: Un Viaje por el Sistema de inJusticia (2010)

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¿Cómo pude predecir la debacle económica de Puerto Rico? Era tan fácil como la tabla del cero.

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